La majestad de un rebelde

A Hugo Blanco,

Era una mañana de sol, yo estaba sentado en una de las gradas de lo que iba a ser el Parque del Amor y dirigía desde ese espacio, aún en estado rústico, a los maestros albañiles para que fueran colocando los elementos de la obra EL BESO, porque deseaba que saliera perfecto, dentro de lo posible.

Estaba completamente concentrado y absorto en la escultura, de pronto a mi lado izquierdo siento que una persona me acompaña, como si fueramos amigos o compañeros. Pensé que podía ser algún amigo que venía a curiosear porque se sentó muy cerca a mí, de repente volteo y miro a un hombre robusto con sombrero de paja y barba blanca.

El sombrero le ocultaba un poco el rostro, llevaba una camisa sencilla como de campesino y la infaltable soga con la que amarraba sus pantalones.

Me dije, no puede ser la leyenda viva que nosotros admirábamos en los años 50. Estaba allí, pegado a mí, como si fueramos amigos, olía a campo y parecía un ave majestuosa que se había posado allí para acompañarme.

Yo guardé silencio y el tenía una sonrisa muy amical y su sencillez era apabullante. Miraba con mucha atención lo que yo estaba haciendo, no recuerdo si pronunciamos una palabra, no era necesario, porque su sonrisa y su mirada me indicaban que se sentía muy cómodo y confortable compartiendo ese espacio conmigo.

Allí estaba la leyenda viva, el legendario luchador, valeroso y rebelde, Hugo Blanco. No podía creerlo, se levantó con silenciosa dignidad, me palmoteó la espalda, como aprobando lo que yo estaba haciendo. Cuando se marchó me pareció Honorato de Balzac la escultura de Rodin que caminaba entre los cascajos del caminito que llega hasta el puente, dejando su huella de humildad y grandeza.