Plegaria para el reino de nosotros
lunes, 26 marzo, 2018
Mi patria es hermosa como una espada en el aire. Es fácil sentir un amor de diamante, que enciende hasta las lágrimas, al ver a mi madre darnos de su vientre de montaña y de mar tanta exuberancia. Minerales y peces, árboles, plétora de ciruelos, duraznos, ríos, vicuñas y olivas, tanta energía de su sangre misma que sobraría para alumbrar ciudades interminables y para impulsar sobre las nubes todos los aviones del mundo. Parece que Dios fue peruano.
Sí lo era. Porque dispuso que en estos reinos no falte de nada para ser feliz. Si nos dejaran podríamos alimentar al mundo entero. Si nos liberaran podríamos levantar nuestra voz sobre la palabra del universo. Todos podríamos ser ricos aquí. Me patria es hermosa, y es más linda todavía.
Pero quienes se han hecho dueños de ella le pudren el corazón a dentelladas. Sanguijuelas. Le escupen en sus mejillas abundantes, la pisotean en el lodo de los cerdos, la violan, la venden por un puñado prostituto de dólares, por una tarjeta de crédito, por un par de cositas de nada, por un almuerzo en la mesa del patrón.
La empobrecen de manera irremediable los dueños del poder. Se han hecho presidentes y entrado a Palacio de Gobierno para hacer negocios, para trapichear con el mar, para vender el oro diciendo que es granito, para rematar por un dólar el petróleo y el gas que luego nos vuelven a vender a cien. Para venderse ellos mismos, con su terno y corbata, a precio de saldo. Como si el tiempo de toda su vida les alcanzaría para gastar sus millonarias migajas.
Los señores se han organizado en bandas, astutas y peligrosas. Nos dicen que son Partidos, que hay que votar por ellos para sentarlos en las poltronas del Congreso. Eso es democracia, nos enseñan. Entran las vecinas del barrio con las ínfulas políticas aprendidas en la hora punta de la televisión. Se sientan junto a ellas señoritos capitalinos educados en la doctrina más granada del fulbito de barrio y dos chelas más pe, para celebrar. Alarifes de adular a quien esté en las encuestas con tal de entrar en esa casa que construimos para los Padres de la Patria.
Entran a negociar, a pedir su rebanada, su pedazo de la patria. Nos dan como favores lo que nos ganamos como derechos. Perdónalos Joselito Olaya: ellos si saben lo que hacen pero no saben nadar como tú y se ahogan en el charco de su indignidad. Pocos se salvan del estiércol en esa Cámara. Algunos quieren estar, pero no pueden, ni a la altura de los dedos pequeñitos del pie de Fernandito Túpac, ese niño Amaru.
Y ahora los de abajo han aprendido de aquellos señores adueñados del Perú. Antes, mansos, solo sabían de trabajar y amar la tierra. Sembraban las chacras, armaban sindicatos, luchaban por el pan y la belleza. Gonzales Prada, y también un hombre renco pero gigante llamado José Carlos y un tal señor Víctor Raúl, cuentan, les enseñaron a exigir, les mostraron como sus puños de obreros, de runas simples podían convertirse en acero si es que se vestían unidos de libertad. Eran otros tiempos.
Ahora, esos, antes humildes de corazones tiernos, organizan cuadrillas de saqueadores junto a los dueños del país. Nos señalan que en las elecciones debemos votar por ellos. Les hacemos caso. Se encaraman en las oficinas de los ministerios, entran a los gobiernos regionales, se sienten presidentes de nuestro mundo, dueños de la alcaldía del pueblito. Malbaratan con arte de ladronzuelos. Se hacen coimear sin el menor asco. Piden su trozo del presupuesto, junto a los congresistas, por las obras públicas cuyo presupuesto les asignan. Le ponen precio a todo, cobran por adjudicar, a los agentes que paguen más, las obras públicas, no importa si fuera un hospital y si se mueren mil o dos mil por no tenerlo a tiempo. No interesa si es comida para los niños pobres. No importa si son escuelas o un aeropuerto. Todo tiene un precio para ellos. Iskay uyas, malafes. Sus almas de satanaces valen barato.
Ya no tenemos paciencia para aguantar todo esto. Nuestra madre Perú llora. Tiene sus entrañas enfermas. Debemos sanarla, quererla, engreírla, adorarla hasta que recupere sus fuerzas, hasta que seamos dignos de estar en su regazo, de comer de sus manos blandas y generosas.
Que se vayan ellos, que se marchen para siempre. Que termine su reino de espanto, de engaño, de chulería, de pendejada, de diezmo para el alcalde, para el presidente, para el congresista, para el gobernador regional. Que se vayan todos y que venga nuevamente el reino de nosotros. Ven y nazcamos juntos hermana pan, hermano maíz: recupera el capulí de nuestros árboles en febrero.
Ya no habrá ni cielo, ni mar, ni el pan de cada día que pueda ser nuestro si es que no se van para no volver nunca. Que se vayan todos. ¡Pasaqpaq Ripuychis!
Pavel H. Valer Bellota